Un día oscuro, golpeaban
fuertemente las ventanas con violencia, el aire y la lluvia. Silbaba el estremecedor
sonido del viento a través de las tuberías, tras las húmedas paredes.
Cada paso que doy, en esta
sombría cabaña, hace chirriar de forma aterradora las maderas de los suelos. La
pesada puerta, cerrada a cal y canto, retumba fuertemente, empujada por el
aullador aire.
Empiezan a sonar truenos, cada
vez más fuertes, cada vez más cercanos.
Un relámpago cae cerca de la
posada. La luz se desvaneció envolviéndome en una colérica oscuridad, dejándome aislado
en el centro de la sala.
A ciegas busco los muebles con
las manos, tropezando torpemente contra todo cuanto hay en la estancia.
Las ventanas forman en el suelo imágenes
inhumanas, los relámpagos que caen cada vez más seguidos, me dejan segundos de
visión. La habitación cada vez resulta más claustrofóbica.
El sonido del exterior resulta
cada vez más aterrador. De repente estalla en mil pedazos la ventana, tras de
mí.
El aire cortante impulsado con
los cristales, hiela cada zona de mi cochambrosa piel. Las figuras proyectadas
en el habitáculo acrecientan su tamaño y sus movimientos.
Con pánico, intento alcanzar el
pomo de la puerta, que ahora parece haberse alejado enormemente. Mi mano
alargada, tanto como mi cuerpo permite, consigue aferrarse al tirador de la
puerta.
Abro con lentitud, pero el aire
empuja fuertemente desde afuera, abriendo la puerta bruscamente, golpeando mi
cuerpo, que sin estar preparado, cayó al suelo con un sonido seco y sordo.
La puerta, sin embargo, sonó cual
portazo, partiendo la madera del marco y desplomándose tras mis pies. Retrocedo como los cangrejos, asustado.
Como pude me levanté y corrí, corrí
por encima de la puerta y salí de la vivienda, adentrándome en el espeso bosque
que rodeaba la choza.
El viento me perseguía como mil
animales, mis pies van crujiendo, en la persecución, las raíces que asoman de
los arboles que encuentro en mi huída. Y las ramas secas, que se unen al sonido
del viento, dan ese sonido a hueso roto.
Las figuras que antes se
depositaban en el salón, ahora me persiguen por el bosque, atravesando los
altos arboles como si no existieran. La lluvia que empapa mis ropas y mi
cuerpo, ralentizando mis pasos, me arrastran los pies y me los hunde en un
barro que forma riachuelos.
Los rayos van partiendo grandes y
duros troncos a mi paso, con gran maestría y facilidad.
Tropiezo nuevamente con las duras
raíces de los arboles, cayendo duramente contra en suelo, golpeando mi endeble
cabeza contra una gran piedra. Y mi consciencia se desvanece al instante, ahogándome
en el barro que sobre cubre mi cuerpo.
By: Jesús M. Leva
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